El ruido del la pluma contra el papel resuena en los oídos de Józef como un epitafio, mientras la tinta fluye, su corazón late como una ametralladora empujando la sangre por su cuerpo, su respiración ya agitada se acelera, como si en la estancia el oxígeno se hubiera consumido repentinamente, se siente asfixiado, quiere gritar pero no lo hace, una llamada de socorro sólo tiene sentido cuando alguien puede oírla, quiere llorar pero no puede, las lágrimas ya no enderezan el camino, tan solo emborronan la visión del sendero.
Esta solo ante sus actos, solo ante su futuro incierto.
Sobre la mesa, acompañando al tintero, una botella de licor le da el fuelle suficiente como para no detenerse, empapa sus neuronas y le narcotiza lo justito para poder continuar con el plan prefijado, un trago que ya no raspa al pasar por el gaznate y una firma temblorosa son sus últimas acciones antes de cerrar el sobre con las palabras de un hombre que no hace tanto que dejó de ser niño.
Sin poder evitar un ligero temblor en la mano, el joven polaco abre el cajón del escritorio sobre el que se desespera, dentro de éste, al lado de la sucia caja de latón donde tiempo atrás hubo dinero, un viejo revólver oxidado espera envuelto en un paño impoluto, los latidos de las venas sobre los tímpanos del suicida actúan como un diapasón marcando el ritmo, con un suave ruido acompañan la apertura del tambor, la entrada de la munición y el clic del percutor al armarse, el desastre esta servido.
Un millón de imágenes atraviesan sin orden ni concierto la mente del polaco, sus progenitores muertos, sus ansias de aventura, la primera vez que vio el mar y decidió formar parte de los hombres que inconscientes se atreven a desafiarlo, el juego, el contrabando, las pérdidas y las deudas, consecuencia directa de la imperiosa necesidad de comerse el mundo.
Arruinado, marinero novato sin padre ni madre ni perro que le ladre, varado en Marsella tras haberse pulido hasta los hígados en los casinos principescos, es hora de pasar por caja, cierra los ojos, empuña el arma y apoya el cañón contra su pecho.
Un ruido seco alarma al vecindario, Józef aprieta el gatillo, desconoce que la bala que en ése mismo instante sale propulsada hacia su persona es un proyectil mágico, con conciencia, el pedazo de plomo no obedece las leyes de la física, sino a los dioses de la literatura, en ésta ocasión no puede hacer su trabajo, la pérdida sería demasiado grande, penetra en la carne esquivando el corazón y otros órganos vitales, haciendo el mínimo destrozo necesario, entrando y saliendo limpiamente.
Cuando cae al suelo ensangrentado, el polaco aún está vivo, saldrá de esta, seguirá respirando para poder un buen día cambiar su nombre y sus apellidos por aquellos con los que pasará a la historia, Joseph Conrad todavía no ha parido obras como “El corazón de las tinieblas” o “Nostromo”, y por suerte para el mundo, una bala y una mala racha no le impedirán hacerlo.
Esta solo ante sus actos, solo ante su futuro incierto.
Sobre la mesa, acompañando al tintero, una botella de licor le da el fuelle suficiente como para no detenerse, empapa sus neuronas y le narcotiza lo justito para poder continuar con el plan prefijado, un trago que ya no raspa al pasar por el gaznate y una firma temblorosa son sus últimas acciones antes de cerrar el sobre con las palabras de un hombre que no hace tanto que dejó de ser niño.
Sin poder evitar un ligero temblor en la mano, el joven polaco abre el cajón del escritorio sobre el que se desespera, dentro de éste, al lado de la sucia caja de latón donde tiempo atrás hubo dinero, un viejo revólver oxidado espera envuelto en un paño impoluto, los latidos de las venas sobre los tímpanos del suicida actúan como un diapasón marcando el ritmo, con un suave ruido acompañan la apertura del tambor, la entrada de la munición y el clic del percutor al armarse, el desastre esta servido.
Un millón de imágenes atraviesan sin orden ni concierto la mente del polaco, sus progenitores muertos, sus ansias de aventura, la primera vez que vio el mar y decidió formar parte de los hombres que inconscientes se atreven a desafiarlo, el juego, el contrabando, las pérdidas y las deudas, consecuencia directa de la imperiosa necesidad de comerse el mundo.
Arruinado, marinero novato sin padre ni madre ni perro que le ladre, varado en Marsella tras haberse pulido hasta los hígados en los casinos principescos, es hora de pasar por caja, cierra los ojos, empuña el arma y apoya el cañón contra su pecho.
Un ruido seco alarma al vecindario, Józef aprieta el gatillo, desconoce que la bala que en ése mismo instante sale propulsada hacia su persona es un proyectil mágico, con conciencia, el pedazo de plomo no obedece las leyes de la física, sino a los dioses de la literatura, en ésta ocasión no puede hacer su trabajo, la pérdida sería demasiado grande, penetra en la carne esquivando el corazón y otros órganos vitales, haciendo el mínimo destrozo necesario, entrando y saliendo limpiamente.
Cuando cae al suelo ensangrentado, el polaco aún está vivo, saldrá de esta, seguirá respirando para poder un buen día cambiar su nombre y sus apellidos por aquellos con los que pasará a la historia, Joseph Conrad todavía no ha parido obras como “El corazón de las tinieblas” o “Nostromo”, y por suerte para el mundo, una bala y una mala racha no le impedirán hacerlo.
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