Cuenta la leyenda medieval que había una princesa tan hermosa que no se quería así misma y un soldado del rey tan enamorado de ella, cuenta que nunca se amaron, que nunca se besaron.
Cuenta la leyenda que hubo una princesa tan hermosa que no se quería así misma, todo muchacho joven suspiraba por su mirada, morían por sus sonrisa. Cuando el rey y la princesa pasaron revista delante de su guardia personal, cada soldado y oficial se quedaron prendidos por esa divina belleza, entre ellos se encontraba nuestro soldado de esta historia. El valeroso soldado raso la persiguió por palacio, se aprendió sus gestos, reía cuando la veía reír, lloraba ahogado por sus lágrimas. No dormía, sólo vivía para permanecer en una sombra, le llenaba todo de ella. Torpemente un día nuestro muchacho dio un paso en falso, siendo descubierto por ella, llorando confeso su amor, confeso todo lo que él había hecho cada día desde que la vio.
Y así pasaron los días, montando una guardia bajo su balcón. Pasaron las lluvias, y los días de frío, llegaron y se fueron los días templados, sin comer más que su ración de guardia, sin dormir lo suficiente por ver el pañuelo, crecieron las hierbas a su alrededor y los pelos de la cara se comieron su joven rostro. Una tarde, lejana desde aquella última conversación, la princesa dejo asomar su pañuelo.
El soldado, con la mirada hundida, mantuvo un breve silencio, y respondió reflexivo
El soldado cogió el pañuelo de la mano de la princesa, y se marchó de aquel lugar, de aquel reino.
Cuenta la leyenda que hubo una princesa tan hermosa que no se quería así misma, todo muchacho joven suspiraba por su mirada, morían por sus sonrisa. Cuando el rey y la princesa pasaron revista delante de su guardia personal, cada soldado y oficial se quedaron prendidos por esa divina belleza, entre ellos se encontraba nuestro soldado de esta historia. El valeroso soldado raso la persiguió por palacio, se aprendió sus gestos, reía cuando la veía reír, lloraba ahogado por sus lágrimas. No dormía, sólo vivía para permanecer en una sombra, le llenaba todo de ella. Torpemente un día nuestro muchacho dio un paso en falso, siendo descubierto por ella, llorando confeso su amor, confeso todo lo que él había hecho cada día desde que la vio.
-Soldado, si verdad me quieres permanecerás debajo de mi ventana sin moverte, hasta que te asome mi pañuelo, así sabre que de verdad me amas.- Le contestó la princesa
Y así pasaron los días, montando una guardia bajo su balcón. Pasaron las lluvias, y los días de frío, llegaron y se fueron los días templados, sin comer más que su ración de guardia, sin dormir lo suficiente por ver el pañuelo, crecieron las hierbas a su alrededor y los pelos de la cara se comieron su joven rostro. Una tarde, lejana desde aquella última conversación, la princesa dejo asomar su pañuelo.
-Soldado, soldado, me has demostrado tu amor cada día, ya se que es verdadero, ya sé que no me mientes.-Dijo conmovida.
El soldado, con la mirada hundida, mantuvo un breve silencio, y respondió reflexivo
-Yo te mostrado cada día que te quiero, esperando tu pañuelo. Tú, en cambio, me has visto bajo tu balcón por una prueba de amor y no has mostrado compasión ningún día, dudaste de mi amor, de mi palabra, de mí. Yo solo quería amarte. Tú solo querías un perro.
El soldado cogió el pañuelo de la mano de la princesa, y se marchó de aquel lugar, de aquel reino.
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